Tolerancia y Discursos de Poder en el Uruguay Progresista, por Laura Gioscia e Fabricio Carneiro

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Laura Gioscia es Doctora en Ciencia Política con especialización en Filosofía Política, Docente e investigadora en Teoría Política del Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Uruguay. Coordinadora del Área de Ciudadanía y es Editora de la Revista Crítica Contemporánea.

Fabricio Carneiro es Licenciado en Ciencia Política. Candidato a Magister en Ciencia Política en la Universidad Torcuato di Tella, Buenos Aires, Investigador del Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales y Docente en Facultad de Derecho, Uni­versidad de la República, Uruguay.

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Resumen

Si bien la tolerancia solía asociarse al pluralismo tradicional, en los discursos políticos contemporáneos ha cambiado en objeto y contenidos. Hoy puede vincularse al problema de las diferencias de ciudadanía que se presenta como demandas de inclusión en una comunidad política. En este artículo entendemos la tolerancia como discurso político y práctica que opera en la formación de los sujetos cívicos y se disemina en todas las ins­tituciones del Estado y las trasciende. La pregunta que nos guía es ¿quién tolera y quién es tolerado en los discursos sobre tolerancia? En esta clave analizamos algunos casos que adquirieron relevancia durante los gobiernos progresistas en Uruguay y que revelan los modos en los que algunos sujetos devienen objeto de tolerancia como suplemento de equidad. Por otro lado, observamos que la equidad política de las muje­res heterosexuales no requiere de ese suplemento para que la superioridad masculina se mantenga. Por último, reflexionamos sobre los márgenes de resistencia a la tolerancia como discurso de poder.

Palabras Clave

Tolerancia, Poder, Inclusión, Gubernamentalidad, Uruguay

Abstract

If tolerance used to be easily associated with tradicional pluralism, in contemporary speeches it has changed in object and content. Today it can be related to the problem of diferent citizenships wich is shown up as inclusion demands in a political community. In this paper tolerance is understood as polical speech and practice working in the for­mation of civical individuals and being disseminated in every State institution and transending it. Our guiding question is: Who is being tolerated and who is tolerating in tolerance speechs? We analyse some relevant cases that during the progressist gover­nance in Uruguay revealed how tolerance is defined as a supplement of fairness by some. In the other hand, we observe that the political equity for heterosexual women does not require this supplement in order to the masculine superiority persist. And lastly, we reflect about the resistence margins to tolerance as a discourse of power.

Key Words

Tolerance. Power, Inclusion, Governmentality, Uruguay

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Tolerancia y discursos de poder en el Uruguay progresista[1].

La palabra “tolerancia” se utiliza actualmente tanto en el discurso político como en el mundo académico en distintos contextos y con diferentes propósitos. Se la invoca tan frecuentemente que ha devenido un “mantra” cuyas resonancias suelen permanecer sin explicitación.

A distancia de un supuesto y antiguo escenario, en el que una comunidad política (y moral) se concebía y actuaba de modo más o menos acorde a ciertas formas de vida (y creencias religiosas) (ESCÁMEZ NAVAS, 2000, p. 30-31), la modernidad generó ima­ginarios y órdenes centrados en los conceptos de estado y nación, territorio e identidad, que  han sido socavados tanto por la globalización económica y cultural como por la diferenciación sociocultural de cada Estado particular. Desde mediados de  los años 80  la palabra tolerancia vuelve a sonar fuertemente en el mundo occidental, y es a fines del siglo XX que pasa a ser un concepto de uso permanente en los discursos de la actuali­dad. Esto ocurre, entre otras razones, cuando el multiculturalismo deviene un concepto problemático para las ciudadanías democráticas liberales; cuando la inmigración prove­niente del Tercer y Cuarto Mundo comienza ser experimentadas como amenazas a las identidades de Europa, Norteamérica y Australia; cuando comienzan a escucharse- entre otros- los reclamos de los pueblos indígenas de América Latina por el despojo de sus pertenencias originarias; cuando los conflictos étnicos civiles pasan a formar parte del desorden internacional y las identidades religiosas islámicas se intensifican y se expan­den como fuerza política transnacional (BROWN, 2006, p.2). En estos contextos, el concepto de tolerancia cobra importancia también en lo referente a normas de integra­ción y asimilación en distintos países occidentales.

Existe una vasta producción académica en torno al concepto de tolerancia[2]. De modo general, puede decirse que, tal como lo señalaban Locke, Voltaire o Stuart Mill,  la tole­rancia solía asociarse al pluralismo como posición desde la cual se aceptaba o reconocía la multiplicidad de doctrinas o valores. Más recientemente desde diversas líneas inter­pretativas se aborda este fenómeno desde perspectivas críticas en las que, de modo ge­neral, se denuncia la ineficacia del pluralismo ¨tradicional¨ para atender a las exclusio­nes y niegan la supuesta facilidad (en general asumida por los liberales) con la que los miembros de sociedades plurales podríamos llegar a coincidir en algunos intereses con­siderados básicos. Es decir desafían un pluralismo de pretendida neutralidad que se ma­nifiesta ineficiente a la hora de de atender las diferencias y exclusiones (GIOSCIA, 1999, p. 89). En algunos casos este pluralismo tradicional no es más que una reivindica­ción del statu quo (PHILLIPS, 1995, p. 6). Esta discusión gana pertinencia en un mundo donde la propia idea de vida tolerante está crecientemente sometida a debate.

Actualmente, es posible referir el concepto de tolerancia al problema de las diferencias de ciudadanía[3] que se  presenta bajo la forma de demandas de inclusión. Estas de­mandas han ido sedimentando en forma de derechos y libertades públicamente recono­cidos y protegidos, que comienzan a extenderse globalmente. La comprensión que con­temporáneamente tenemos, tanto de nuestros espacios públicos como de la organización jurídica de nuestra sociedad gira en torno a demandas y medidas de no discriminación y de acción afirmativa por parte de la diversidad ciudadana, manejados como reclamos a ser atendidos por parte del Estado en pos de la equidad ante la ley (ESCÁMEZ NA­VAS, 2000, p. 30-31). Es en esta clave que aquí indagamos en las consecuencias socia­les y políticas que conllevan actualmente los discursos y prácticas sobre tolerancia en Uruguay.

La pregunta que guía este artículo es quién tolera y quién es tolerado en los discursos sobre tolerancia. Teniendo en cuenta la vasta producción académica que existe sobre tolerancia optamos por seguir a Wendy Brown (2006) y tomanos a la tolerancia como discurso político y como práctica[4] que opera en la formación de los sujetos cívicos y que se disemina en todas las instituciones del Estado y las trasciende. Desde esta pers­pectiva la tolerancia no puede verse como una virtud cívica o como valor sino como un  discurso de poder hegemónico, histórica y culturalmente situado, con fuertes funciones retóricas. Así entendida, la tolerancia permea el entramado social, la organización del poder y la comprensión que una comunidad política tiene, por ejemplo, sobre la igual­dad y la diferencia, que se manifiestan en los espacios públicos (BROWN, 2006, p.9). La tolerancia opera como un mecanismo político de integración que, si bien integra, a la vez vuelve a subordinar a grupos históricamente excluidos. En esta clave analizamos algunos casos que adquirieron relevancia durante los gobiernos de izquierda en Uru­guay[5]. Los casos elegidos nos permitieron visualizar los modos en los que algunos sujetos cívicos devienen “objeto de tolerancia”, precisamente porque los presupuestos en los que se basan los derechos enmascaran las relaciones de poder de las que surgen los mismos derechos, volviendo a situarlos en una inevitable paradoja: si somos todos seres libres e iguales, ¿por qué los discursos de tolerancia devuelven, a quienes toleran o son tolerados, a los mismos lugares codificados?

En primer lugar, nos centramos en la tolerancia de la diferencia. En segundo lugar, ana­lizamos los discursos sobre tolerancia como centro de la gubernamentalidad moderna en tanto constitución de sujetos cívicos.  En esa clave analizamos el significado de los dis­cursos de tolerancia tal como fueron manejados durante los gobiernos de izquierda en Uruguay, en los casos de ingreso de los homosexuales en el Ejército; en la publicidad “Un beso es un beso”, del colectivo Ovejas Negras/diversidad sexual, en los debates entorno a la uniones concubinarias y la reciente sanción de la ley de matrimonio iguali­tario. Por último nos detenemos en el caso de la postergación de la cuota para mujeres en el Parlamento durante el período mencionado. Si bien estos casos no se plantearon como demandas de tolerancia sino como demandas de igualdad en cada uno de ellos es posible observar una retórica y una práctica de la tolerancia que tiene consecuencias sociales, culturales y políticas que exceden el relato de los hechos puntuales. Por último, analizamos los elementos a favor y los problemas a los que se enfrenta la propia herra­mienta metodológica que hemos utilizado para este análisis.

Tolerancia de la diferencia

Según el Diccionario de la Real Academia Española, tolerar proviene del latín y signi­fica  sufrir, llevar con paciencia, admitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo expresamente, respetar las ideas, creencias y prácticas de los demás cuando son dife­rentes o contrarias a las propias. Tolerar entonces involucra el sufrir, sobrellevar, per­mitir y respetar algo que se desaprueba, implicando no sólo una situación de poder –se tolera lo que se desaprueba desde un posicionamiento social determinado– sino también una relación de autoridad. Desde la autoridad, el acto de tolerar suele presentarse como valor político y moral. La nota de respeto, propia del significado original de la palabra, incluye la magnanimidad, elemento que siempre es una prerrogativa del ejercicio del poder y de la autoridad  y que, en el acto de tolerar, encubre su propio ejercicio[6].

El tolerar no funciona meramente como un principio independiente, una doctrina o una práctica de convivencia; los discursos sobre la tolerancia operan también en los modos en los que se articulan y regulan las identidades y las diferencias, así  como en lo que significa pertenecer y ser marginal en una comunidad política determinada. No nos refe­rimos exclusivamente a las acciones o discursos que tenemos como individuos, con particularidades y gustos determinados,  sino al hecho de que los discursos sobre la tole­rancia activan normas sociales, culturales, religiosas y políticas que sitúan a ciertas per­sonas como  objetos de tolerancia. ¿En qué consiste el mecanismo por el cual la toleran­cia estratifica y, sutilmente, constituye a los diferentes como  marginales o abyectos? Desde nuestra perspectiva, los discursos contemporáneos sobre tolerancia vuelven a re-centrar ciertas normas hegemónicas. A modo de ejemplo: los discursos sobre tolerancia hacia migrantes muestran un fortalecimiento de la nacionalidad propia, mientras que la  “naturalización” de ciertas diferencias como desviaciones en homosexuales, lesbianas, transexuales y otros, muestra el re-centramiento de la heterosexualidad normativa.

El tolerar está asociado a la creación de un “nosotros” institucionalizado que es desafi­ado por “otro” que,  a pesar de ser “incorporado”, se convierte en objeto a tolerar. En este juego de marginalización y normalización, de identidad y diferencia, siempre está latente el riesgo de que el intento de aceptación de los otros abra espacios a afirmacio­nes  fundamentalistas de la identidad, que suelen aparecer desde posiciones de autori­dad[7].

Pero el discurso tolerante no sólo se dirige a una identidad determinada, sino que parti­cipa de su conformación, naturaliza las diferencias y despolitiza[8] el proceso de su constitución (BROWN, 2006, p. 13-14), es decir que clausura momentáneamente el hecho de que hayan sido construidas social e históricamente a través de las relaciones de poder y dominación[9].

El abordaje de la tolerancia como discurso de poder refiere aquí al modo en cómo se designa la identidad y la diversidad, a las prácticas de autorización y de regulación, a la producción de sujetos de tolerancia con identidades desviadas o marginadas y a la justi­ficación de ciertos límites de tolerancia. En este sentido cuando el discurso de tolerancia se dirige a la identidad participa de su construcción, naturaliza las diferencias y en cierto modo despolitiza  estos procesos convirtiendo a esa identidad en objeto de tolerancia. (BROWN, 2006, p.13-14). Indudablemente los procesos históricos, sociales y culturales  a través de los que se constituyen las identidades, y que no son producto exclusivamente de los discursos, interseccionan con éstos y otros que refieren a la equidad, la libertad, emancipación, etc. Sin embargo, la invocación a la tolerancia también construye inequi­dad, subordinación y marginalización y, más aún, naturaliza estas diferencias. En este sentido  ayuda a minimizar y despolitizar el conflicto mediante el cual las mismas se constituyen.

Tolerancia y gubernamentalidad

A la hora de analizar las medidas tomadas por parte del gobierno de turno para lidiar con sus diferentes integrantes, apelamos al concepto foucaultiano de gubernamentali­dad, neologismo que introduce Foucault combinando la idea de gobierno o poder de dirigir la conducta, con la “mentalidad” peculiar del gobierno en los tiempos modernos, bajo el presupuesto de que “todo” puede y debe ser administrado y regulado por la auto­ridad.  Esta descripción no ha de confundirse con el crecimiento del Estado o con el aumento de la sociedad disciplinadora que, si bien están relacionados, difieren de la gubernamentalidad moderna puesto que ésta constituye un modo de razonar político y no a una práctica o institución específica (ALLEN, 1998, p. 179-180).

Ampliando la idea foucaultiana de gubernamentalidad, Wendy Brown (2006, p. 78-106) señala que el poder político moderno no sólo administra y maneja a la población, pro­duciendo determinado tipo de sujetos a través de una variedad de poderes, sino que también presenta al problema de la legitimidad de quién realiza estas operaciones en el ámbito de la política.

En cuanto los excluidos históricamente por su sexo, raza, etnia y religión irrumpen en la arena pública con demandas de inclusión, la ciudadanía universal en la que se basa el gobierno de turno, se autolegitima reproduciendo la dominación de ciertos grupos y normas a través de discursos y prácticas de tolerancia. Realizando un doble juego, cuando desde el poder hegemónico se apela a la tolerancia para asegurar la equidad so­cial incluye a los sujetos a través de medidas jurídicas, liberándolos retóricamente de los prejuicios de su exclusión cuando al mismo tiempo naturaliza su identidad.

Los discursos sobre tolerancia adquieren cada vez más importancia, dada la diversidad surgida a partir de un mayor contacto entre culturas y migraciones, debido a la trama comunicativa producida por la revolución tecnológica, que introduce un nuevo modo de relación entre los procesos simbólicos –que constituyen lo cultural– y las formas de producción asociadas al modo de comunicar (BARBERO, 2001). La esfera pública –y sus complejas formas de interacción[10]– ya no posee fuentes no seculares en las que basar sus juicios éticos y morales, ni para proveer de juicios o interpretaciones con sig­nificado único en los dilemas políticos y éticos de una comunidad. Cuando esto no per­mite apelar a la hegemonía cultural y son incapaces de sostener exclusivamente normas masculinas, blancas y heterosexuales, los movimientos sociales y otros grupos aparecen en la esfera pública cuestionando la capacidad de representación universal de las institu­ciones políticas. La tolerancia opera como una técnica cívica disciplinaria que los pode­res de turno para restaurar su legitimidad (supuestamente universal), y opera también en contra de lo que percibe como la (supuesta) fragmentación caótica que lo cuestiona. Dado que la ciudadanía neutral y los discursos de tolerancia son incompatibles, esto es, puesto que no puede darse la tolerancia como igualdad frente a demandas de inclusión,  como resultado, lo que muchos “diferentes” logran es un suplemento o sustituto de la equidad en clave de tolerancia (BROWN, 2006, p. 96).

Tolerancia y diferencia en Uruguay

El análisis de los discursos y prácticas de tolerancia en Uruguay no puede realizarse sin tomar en cuenta el particular imaginario político de integración y equidad social que perduró en el país en gran parte del siglo XX, y que comienza a ser desafiado en el peri­odo de post-dictadura.

A lo largo de la mayor parte del siglo XX la sociedad uruguaya se percibió a sí misma como una sociedad hiperintegrada, que en base a esos altos niveles de integración social se diferenciaba de la mayoría de los países de América Latina. Esto abonaba también el imaginario político de la excepcionalidad uruguaya. La idea, tan difundida en los años 50, de que Uruguay representaba la “Suiza de América”, se sustentaba básicamente en la larga tradición democrática que caracterizaba al país y en la predominancia de niveles de vida y valores de clase media. Estos valores expresaban la visión de una sociedad abierta y meritocrática, cuyos miembros podían mantener expectativas reales de ascenso social, basadas sobre todo en la educación pública que brindaba el Estado.

El ideal de la sociedad hiperintegrada suponía, como señala Rama:

“Una ideología que negó o minimizó el conflicto de clases y de intereses de grupos, (…) y que tuvo enorme influencia sobre la percepción de los grupos sociales subordina­dos; estos concebían las posiciones superiores en la estratificación social como teórica­mente alcanzables para los de posiciones inferiores, y si no para ellos mismos, con se­guridad para sus hijos.” (RAMA, 1995, p.72).

El historiador Gerardo Caetano señala que este proyecto social y político suponía “un modelo endointegrador de base uniformizante, sustentado en toda una propuesta oficial que privilegiaba nítidamente la meta del ‘crisol de identidades’ sobre un eventual in­tento de armonizar lo diverso (…)” (CAETANO, 1998, p.21).

En el contexto de este imaginario de integración social, Uruguay es relativamente ajeno a una tradición de discursos explícitos de tolerancia hacía las minorías. Como fue seña­lado anteriormente, la tolerancia funciona como un discurso de poder frente a un “otro” que se mantiene como diferente y externo. Pero en el imaginario hiperintegrador no hay espacio para la diferencia: todos pueden participar de las oportunidades de integración social y por lo tanto, al menos en el discurso, no existe necesidad de tolerar a “otro” por fuera de ese “nosotros”, integrado en la medida en que todos están supuestamente in­corporados al mismo.

A principios de los años sesenta la sociedad uruguaya entró en crisis; el agotamiento del modelo de sustitución de exportaciones colocó en evidencia las pujas distributivas que permanecían latentes hasta entonces. En este contexto, la crisis económica pronto se transformó en una crisis social que culminó con el golpe de Estado de 1973[11].  El período dictatorial barrió la imagen de sociedad integrada y democrática que predominó en las décadas anteriores, acabando también con la idea de excepcionalidad, al mostrar cómo Uruguay no conformaba una excepción ante el giro autoritario que sufría la re­gión.

Con la restauración democrática a partir de 1985 es posible identificar intentos de re­fundación del imaginario pasado. Para lograr este objetivo se recurre al imaginario de la sociedad uruguaya anterior a la ruptura como una sociedad excepcional, tolerante, hiper­integradora, etc., imaginarios que no sólo cumplen una función identitaria muy importante sino que se constituyen en fundamento de legitimación del poder político en esta etapa (RICO, 2005, p.11-26).

Sin embargo, tanto a nivel socio-económico como a nivel cultural la sociedad uruguaya ya no era la misma. En referencia al primer elemento, aquel Uruguay Batllista de la primera mitad del siglo XX se había resquebrajado, la desigualdad económica se había naturalizado y la segregación residencial aparecía como un fenómeno indisimulable (DE ARMAS, 2005, p.270).

Y en relación al segundo elemento, cabe señalar que un alto porcentaje de la población nacida durante la dictadura creció en hogares en que la televisión estaba encendida, donde las memorias eran cuestionadas, donde las manifestaciones religiosas adquirían formas renovadas, donde la sexualidad se manifestaba de nuevos modos, en fin, una sociedad donde nuevas tradiciones comenzaron a surgir (ACHUGAR, 2005, p.427-434).

En los últimos años organizaciones comprometidas con la equidad de género y la diver­sidad sexual han adquirido especial importancia a nivel local, haciendo eco a lo que ocurre en diversas latitudes del globo colocando en el espacio público cuestiones que hasta entonces habían permanecido en el ámbito de lo privado. La visibilidad y la im­portancia que han adquirido estas organizaciones son una muestra más de los profundos cambios operados/ocurridos en el país en relación a las formas de concebir su identidad.

Los casos que presentamos a continuación fueron tratados públicamente en Uruguay durante el primer gobierno del Frente Amplio, un partido de izquierda que accede, por primera vez en la historia del país, al gobierno nacional en el periodo 2005-2009. La característica que comparten todos ellos es que desafían el marco común de equidad ciudadana enfrentándola a “diferencias” frente a las cuales el gobierno debe pronunci­arse[12], promoviendo medidas que buscan recuperar la equidad planteada por el marco de derechos que caracteriza a la ciudadanía democrática.

No es casualidad que las demandas de inclusión de estos grupos hayan logrado visibili­zarse con más fuerza en el contexto de la llegada de la izquierda al gobierno. La crisis del marxismo como esquema teórico para la acción política en la década del noventa es vista como una oportunidad para la incorporación de otras luchas y sujetos, más allá del centralismo de clase paradigmático de la izquierda (RAVECCA, 2010, p.9). En este contexto, la izquierda debe manejar la tensión que implica brindar una respuesta a las demandas de los grupos, en la medida en que éstos sean vistos como componente im­portante de un proyecto de izquierda, y el mantenimiento de una legitimidad estatal que los trascienda.

El ingreso de homosexuales en el Ejército

En el año 1997 –bajo el segundo gobierno colorado de Julio María Sanguinetti– las Fu­erzas Armadas uruguayas se mostraban proclives a incorporar mujeres, dentro de una institución tradicionalmente asociada a estereotipos masculinos. Desde ese año las mu­jeres comenzaron a servir en la Fuerza Aérea, y en los años 1998 y 2000, esta iniciativa fue seguida por el Ejército y la Armada Nacional, respectivamente[13].

En 2009, el presidente de izquierda Tabaré Vázquez aprobó un decreto que habilitó la entrada de homosexuales a las Fuerzas Armadas[14]. La iniciativa se componía de tres artículos. El primero establecía que  “(…) la elección sexual de los postulantes a ingreso de las escuelas de formación de oficiales no será considerada causal de no aptitud para las comisiones, tribunales médicos o autoridades actuantes”. En el segundo, se disponía la derogación del reglamento que establecía que las “desviaciones manifiestas de la se­xualidad” serían consideradas “características psíquicas negativas” para el ingreso al instituto. Lo curioso del decreto fue lo imprevisto de su promulgación, ya que no se desarrolló a partir de una etapa de negociación o debate previo,  ni a nivel público ni con la institución afectada, y tampoco formaba parte de una política expresa de defensa de los derechos homosexuales. El mandatario, simplemente, defendió la iniciativa, ar­gumentando que su gobierno “(…) no discrimina a los ciudadanos por su condición étnica, política o sexual”[15].  El Ministro de Defensa Nacional del momento, por su parte, manifestó que el decreto actualizaba el marco legal referido a la no discrimina­ción por cuestiones sexuales, religiosas o de raza[16].

El malestar en las Fuerzas Armadas frente al decreto fue evidente.  El  Comandante en Jefe del Ejército Nacional, General Jorge Rosales, reconoció que ese decreto “(…) afecta una tradición militar”, y admitió que podía haber resistencia interna ante la me­dida, aunque “la decisión institucional dice que no hay otro camino que cumplir”[17]. Algunos militares consultados recordaron que, hasta el momento, los homosexuales eran inmediatamente dados de baja cuando se les encontraba en “actitud activa y afec­tando el servicio”, según establecían los reglamentos vigentes. Otros subrayaron que el tema “moral” estaba muy arraigado en el Ejército, al grado que, por ejemplo, años atrás, si la esposa de un oficial le era “infiel” y el militar no tomaba medidas, era remitido al “Tribunal de Honor.”[18].

Las opiniones más fuertes en contra de la medida provinieron de  las organizaciones sociales militares y de los militares retirados. El Coronel Retirado Carlos Silva se mani­festó en desacuerdo con el decreto, afirmando que éste afectaría “la disciplina y la mo­ral” que caracterizaban al ejército. “Los varones sabemos cómo actuamos cuando apa­rece algún homosexual, los chistes, las bromas, las cosas que se les dicen, eso afecta inmediatamente en el contexto de la disciplina, del espíritu de cuerpo y de la unidad de la formación militar. Eso evidentemente es negativo para la fuerza”. El coronel, además, se preguntó cómo reestructurarían los edificios, y dijo: “¿A qué baño van?, ¿habrá que hacer otros baños? Esto compromete la estructuración en sí”[19].

En este caso el desafío, desde la perspectiva que proponemos, es la incorporación de homosexuales a una institución que se caracteriza por un imaginario y una moral hete­rosexual masculina. Además, tal como se señala en los discursos, esta “diferencia” ho­mosexual se incorpora a un grupo en el cual la homogeneidad, la cohesión, “el espíritu de cuerpo” es un valor promovido como virtud de la propia institución.

Desde el gobierno, la medida se fundamenta en la promoción de la equidad democrática ciudadana, en la necesidad de que ningún ciudadano se sienta excluido de esa igualdad por el hecho de asumir/tomar una opción sexual diferente de la norma heterosexual. De modo general, desde este punto de vista la institución militar resulta problemática para los estados democráticos[20], porque desarrolla y promueve un imaginario fuertemente sexista desde una institución que debe comprometerse con la igualdad ciudadana para seguir manteniendo la legitimidad como ámbito regido por principios de equidad y li­bertad.

En este caso, el “nosotros” institucionalizado –los heterosexuales como personas libres e iguales–  es desafiado por un “otro” homosexual. Al incorporar al “otro” a través del decreto mencionado,  la equidad se establece a nivel formal en una institución concreta. Sin embargo, aunque resulta obvio, es preciso volver a señalar que nada puede asegurar que a la interna de la institución militar los homosexuales sean tratados de la misma forma que los heterosexuales, y menos aún que esta equidad se extienda  a través de las demás instituciones sociales. Como la norma heterosexual atraviesa todas las institucio­nes, la aceptación de los homosexuales en el ejército no genera más que consecuencias marginales en el  estatus de este grupo en la sociedad. Sitúa a los sujetos como “objetos de tolerancia”, lo que implica que permanecen en el polo subordinado de la relación. Pero además podemos preguntarnos, ¿qué “le sucede” a “lo homosexual” como identi­dad o espacio de enunciación cuando es “incorporado” a una institución como la mili­tar? Una identidad asociada a la desestabilización de lo oficial pasa a formar parte de las filas que custodian la integridad del Estado-Nación. Esta forma de integración o estabi­lización subordinada tiene costos o implicaciones políticas problemáticas a seguir dilu­cidando[21]. Veremos a continuación,  que esta relación es reforzada por la posición que se toma frente a los homosexuales en otros ámbitos.

La discriminación de la orientación sexual en la publicidad “Un beso es un beso”

Durante el año 2009, el tema de la discriminación entró en el debate público a través de los principales canales de televisión del país. La organización Ovejas Negras, que reúne a lesbianas, gays, transgéneros y bisexuales, en el marco de una campaña de sensibili­zación sobre la diversidad sexual, presentó a los principales canales privados de televi­sión una propaganda llamada “Un beso es un beso”. Esta mostraba una pareja de muje­res, un travesti y un hombre, y una pareja de hombres besándose, en diferentes lugares de la ciudad. El aviso terminaba recordando que las leyes uruguayas castigan la discri­minación por la orientación sexual. La campaña incluía no sólo publicidad televisiva sino también avisos en radio y en los medios de transporte colectivo.

Los canales estatales –uno nacional y otro municipal– emitieron gratis la publicidad, por considerarla una campaña de bien público,  pero dos de los canales privados más im­portantes del país se negaron a emitir el aviso, basando su justificación en criterios su­puestamente “estéticos”.  Más precisamente, argumentaron que el aviso era “agresivo y falto de creatividad”, y que no iba “con la línea estética de la empresa”[22].

La organización de derechos humanos Human Rights Watch (HRW) pidió al gobierno uruguayo que investigara la negativa de estos canales privados a emitir avisos de una campaña para combatir la discriminación de la diversidad sexual. En una carta remitida al gobierno uruguayo, HRW señala que las autoridades tienen “(…) una responsabilidad para asegurar que las decisiones que tomen estos canales (…) no estén basadas en un terreno discriminatorio prohibido, y que respeten totalmente las obligaciones de dere­chos humanos de Uruguay”[23].

Desde la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Educación y Cultura se consideró que la negativa de los canales privados a emitir los avisos constituía “un caso de discriminación”, y se señaló que el asunto debía ser evaluado por la Comisión Hono­raria contra el Racismo, la Xenofobia y Toda Forma de Discriminación. Sin embargo, más allá de algunas reuniones con los canales de comunicación, no se tomaron medidas concretas para que éstos emitieran el aviso publicitario.

En este caso, el gobierno opta por no comprometerse con la defensa de la minoría afec­tada. La medida resulta llamativa por la cercanía temporal con el  caso analizado en la sección previa, ya que esto sucedió dos meses antes del decreto que habilitaba la entrada de homosexuales al ejército. De este modo, es posible visualizar un juego sutil de disci­plinamiento. Por un lado, el gobierno identifica la discriminación en el seno de una de sus instituciones, el Ejército Nacional, y reconoce la exclusión establecida. Por otro, como protector de los derechos heterosexuales, en el caso de Ovejas Negras, deja la tolerancia librada en manos de la ciudadanía, utilizando una estrategia de “privatización de la diferencia”, es decir: sin tomar decisiones expresas, deja librada la administración de la equidad en manos de la sociedad civil. De este modo,  no hay una legitimación de la diversidad sexual como sí la hubo a través de un decreto anterior. El poder hegemó­nico negocia sus diferencias a través de distintas estrategias, buscando (no necesaria­mente de modo intencional) mantener un equilibro entre el reconocimiento de la inequi­dad de un grupo identitario mediante medidas simbólicas de incorporación, y  refor­zando las asimetrías cuando se coloca como actor “neutral” frente a los actos de discri­minación que se establecen y se mantienen en el ámbito privado.

Las uniones concubinarias y el matrimonio igualitario

A principios del 2008 entró en vigencia la llamada “Ley de concubinato”[24], que reco­noce obligaciones y responsabilidades legales a aquellas parejas que acrediten haber convivido durante al menos cinco años, manteniendo una “relación afectiva de índole sexual, de carácter exclusiva, singular y permanente”. La ley expresa que “se considera unión concubinaria a la situación de hecho derivada de la comunidad de vida de dos personas –cualquiera sea su sexo, identidad, orientación u opción sexual– (…).” (Artí­culo 2). A través de esta ley, el Estado uruguayo reconoce a las parejas lesbianas y ho­mosexuales como portadoras de los mismos derechos que los de los concubinos hetero­sexuales.  Derechos y obligaciones tales como la asistencia recíproca, la creación de sociedad de bienes, los derechos sucesorios, el cobro de pensiones por fallecimiento y otras disposiciones vinculadas a la seguridad social,  pasan a establecerse en igualdad de condiciones para todos.[25]

Al aprobarse en abril de 2013 la ley de matrimonio igualitario que habilita la unión civil entre personas del mismo sexo, desde gobierno se tolera la diversidad de identidades sexuales, protegiendo a su vez a la institución del matrimonio y la familia nuclear tradi­cional[26] La incorporación de los gays al listado de los sujetos deseables para -la re­producción de- la nación (matrimonio y adopción “igualitarios”) presenta paradojas políticas que es preciso analizar críticamente (RAVECCA, 2010). Según Paulo Ravecca y Nishant Upadhyay (2013) el proceso de mainstreaming de la agenda LGTB (lesbia­nas, gays transgéneros y bisexuales) está siendo articulada en muchas partes a lógicas imperialistas, racistas y neoliberales, lo que quizá debería prender una luz roja de cau­tela en Uruguay, para no pecar de ingenuidad bienintencionada a la hora de pensar el matrimonio igualitario.

La postergación de la incorporación de las mujeres en las  hojas de votación

En el año 2009 irrumpe otro debate en el escenario público local, al aprobarse la ley que establece cuotas para la participación de las mujeres en las listas de votación[27]. La ley[28] fue impulsada principalmente desde la bancada bicameral femenina[29], un grupo de legisladoras pertenecientes a dos de los partidos mayoritarios en el poder le­gislativo[30].

Esta ley establece la participación equitativa de las personas de ambos sexos en todos los órganos electivos nacionales y subnacionales y en los órganos de dirección partida­ria como asunto de interés general. Para ello, plantea que se deben incluir personas de ambos sexos en cada terna de candidatos, titulares o suplentes, en el total de las listas electorales presentadas o en los primeros quince lugares de éstas, para esos órganos electivos. La ley establece también que lo dispuesto regirá para las elecciones internas, a celebrarse en el año 2009, y para las elecciones nacionales y departamentales de los años 2014 y 2015. Establece además que, en función de los resultados obtenidos a partir de la aplicación de las normas precedentes, la legislatura que se elija conforme a las mismas evaluará dicha aplicación y las modificaciones que resulten pertinentes para las elecciones  futuras. Este último artículo fue creado a partir de las negociaciones políti­cas entre los diferentes partidos y, como surge de lo acordado, se optó por un camino “gradualista” que posterga la aplicación de la ley en las elecciones nacionales para las próximas consultas electorales[31].

El tema de la representación electoral femenina generó fuertes debates en el parlamento, en los que se  cuestionaban, desde la virtud de la medida, hasta el rol de la mujer en política. Para algunos legisladores el problema de la participación de la mujer en polí­tica está asociado al tiempo y a la dedicación que la actividad política exige, y por lo tanto, las mujeres no están en condiciones de participar en pie de igualdad con los hom­bres, debido a las tareas que se les exigen en el ámbito familiar. Un senador del Partido Nacional resumía esta posición: “Quizás estemos ante un tema cultural. (…). La activi­dad política no sabe de horarios, de lugares fijos y a veces es difícil compatibilizar eso con el ejercicio de algunas profesiones, con los papeles de esposa y madre. (…) la acti­vidad política tiene una especialidad que hace que quizás muchas mujeres en forma vo­luntaria desistan de ella[32].

Otros legisladores criticaban el concepto de igualdad que fundamentaba la medida. “Creo que este proyecto de ley no va a la igualdad, sino que justamente apunta hacia la desigualdad. Es absolutamente contrario a la igualdad de oportunidades y derechos. Pienso que si lo votara, le haría un agravio enorme (…) a todas las mujeres, ya que esta­ría discriminándolas negativamente y denigrándolas en su capacidad”[33]. También se argumentó con referencia al problema de la representación de género, como “uno más” entre otros grupos subrepresentados políticamente. “Mañana podrían venir los jóvenes y decirnos que se sienten discriminados porque son los viejos quienes manejan los parti­dos políticos. (…) Lo mismo podrían decirnos otras minorías, aunque cuantitativamente no sean tan importantes como, por ejemplo, los afrodescendientes, de los cuales sólo hay uno en el Parlamento”[34].

Para los legisladores que defendían el proyecto, las causas de la subrepresentación de las mujeres en el Parlamento trascienden las variables educativas, económicas o labora­les. El sistema electoral y de partidos refuerza y consolida una discriminación que se origina en otros niveles de la vida social (MOREIRA & JOHNSON, 2003). En los ám­bitos de decisión, “las mujeres son un 52% de la población total del país, el 42% de la población económicamente activa. A pesar de ello, esas cifras contrastan con su presen­cia en los espacios de decisión, que es mucha veces menor. En el poder legislativo las mujeres parlamentarias son el 10,8%. Cuando mayor es el nivel de decisión menor es la presencia femenina en la estructura de poder”[35].

El caso de las mujeres es distinto a los casos que tratamos previamente. Antes nos refe­rimos a grupos desempoderados, cuyas orientaciones sexuales constituyen sus identida­des como objetos de tolerancia.  Pero los hombres, como “grupo”, no suelen tener que “tolerar” a las mujeres como “grupo”. Ni la desigualdad de género ni la violencia de género son objeto de tolerancia[36], pero la “incorporación” de las mujeres tampoco borra las marcas de su diferencia (BROWN, 2006, p. 47).

En suma, podemos observar que las mujeres no suelen ser objeto de tolerancia[37]. ¿Qué nos revela esta diferencia con respecto a los demás temas que venimos tratando? En tanto las instituciones suscriban y perpetúen irreflexivamente el imaginario sexual de que las mujeres corporalizan la paradoja de ser consideradas miembros racionales e iguales de un cuerpo político y, a la vez, seres bajo la autoridad “natural” de los hom­bres (GATENS, 1996, p.40), su equidad formal no es precisamente integración sino todo lo contrario: la misma está fundada en una diferencia ya presupuesta, organizada en torno a la división heterosexual del trabajo y a una estructura familiar tradicional, aspectos que no sólo atenúan la necesidad de tolerancia sino que a la vez muestran la notoria diferencia entre la equidad formal y sustantiva (BROWN, 2006, p.74).  Es preci­samente por la ausencia de explicitación de los discursos y prácticas que constituyen a las mujeres como sujetos –su sujeción presupuesta e institucionalizada, su inequidad tanto en la división sexual del trabajo en las familias como en el mercado–, que pueden ser consideradas como iguales en el ámbito público; es la división de su existencia la que las hace candidatas a la equidad y no a la tolerancia (BROWN, 2006, p.76) o, más precisamente, su equidad política no requiere del suplemento de tolerancia como equi­dad para que la superioridad masculina se mantenga.

Las mujeres heterosexuales son candidatas a la equidad, las mujeres lesbianas a la tole­rancia (dicho grosso modo, puesto que una mujer lesbiana puede aspirar a ser incluida en la cuota no necesariamente como diferente por su opción sexual, sino simplemente como “mujer” invisibilizando así el aspecto que habría que “tolerar”).  Lo que el análi­sis de la tolerancia muestra es la enorme dificultad para la explicitación de los meca­nismos que implican la sujeción de las mujeres heterosexuales. La diferencia “natural” implica una naturalización de la sujeción.  Por un lado, como en los casos de la identi­dad homosexual, si se está fuera de la norma, la visualización de la diferencia se vuelve más evidente, lo que hace a las mujeres lesbianas o diversas “objeto de tolerancia”; en el caso de las mujeres heterosexuales, la propia sujeción la constituye el ser parte del or­den legal en el que ellas mismas están inscriptas.

Tolerancia como discurso de poder y márgenes de resistencia

De modo general, la retórica  y la práctica de la tolerancia en términos de poder articula las diferencias a favor de órdenes sociales o políticos hegemónicos. La tolerancia puede ser ejercida desde el gobierno o desde la sociedad civil, y/o abarcar el conjunto de la comunidad a través de medidas diversas y con consecuencias diferentes en cada ámbito. El gobierno negocia las “diferencias”, estableciendo estrategias diversas con el fin de mantener un equilibrio precario en ciudadanías también precarias, a través de medidas simbólicas de incorporación en las que, o bien se identifica con ciertas minorías, o se sitúa como actor “neutral” en los actos de discriminación que se establecen en el ámbito “privado”. Pero son precisamente las distinciones legales entre lo público y lo privado las que encubren las raíces de la desigualdad y la dominación injusta del “espacio pri­vado”. En definitiva, si no se reconoce a una  minoría en pie de igualdad con el grupo predominante, recurre inevitablemente a la tolerancia como suplemento de la equidad. Es en este sentido que señalamos que la práctica de la tolerancia tiene consecuencias sociales, culturales y políticas que exceden el relato de la ocurrencia de los hechos puntuales, los que en un caso o bien minimizan un conflicto (Ovejas negras), en otro lo postergan (cuotas para mujeres), en otro lo solapan (uniones concubinarias) y en otros lo legitima (homosexuales en el ejército, matrimonio igualitario).

Por otra parte, en el caso de las mujeres heterosexuales, su propia sujeción es mas difícil de visualizar, puesto que su “diferencia”  es el medio que implica su subordinación, anclado en la división sexual del trabajo, que a su vez articula las divisiones entre ám­bito público y privado (BROWN, 2006, p.76).

En los casos analizados, identificamos la tensión que surge entre brindar una respuesta a las demandas de los grupos, como un componente importante de su proyecto político, y, desde el análisis de los discursos de poder, la inevitable reproducción del  statu quo.

La sociedad uruguaya, lejos de ser aquella imaginada como excepcional, tolerante, hí­per-integradora reproduce discursos de tolerancia ‘occidentales’ y continúa devolviendo determinados temas hacia el ámbito de lo privado, fuera de todo compromiso real con lo diverso, promoviendo paradójicamente a la vez un proyecto de sociedad de buena con­vivencia, respeto y apertura. La ventaja de los análisis en términos es que señala que si se encubren los presupuestos y las relaciones de poder que han dado lugar a injusticias pasadas y presentes que son pre-supuestos en los derechos, no todos son tolerados ni reconocidos en pie de igualdad. En este sentido, resulta relevante analizar los derechos no sólo en clave de protección ciudadana contra el poder predominante, sino como parte de un proyecto de justicia social de amplio alcance.

Bajo el entendido de que todos los efectos de la dominación se ejercen a través de la complicidad objetiva entre las estructuras asimiladas (por hombres y por mujeres) y las estructuras de las instituciones en las que se realiza y se reproduce no sólo el orden masculino, sino también todo el orden social, cualquier pretensión de cambio en este estado de cosas ha de vérselas con las contradicciones inherentes a los diferentes meca­nismos e instituciones implicados en estos procesos (BOURDIEU, 2000, p.141). Por un lado, resulta bastante dificil desarticular los comportamientos individuales de las relaci­ones de poder y de las jerarquías de género en todos los niveles de la sociedad y de la vida en general. Por otro, nunca podrá tener lugar una comunidad política completa­mente inclusiva porque “el ideal de una radical inclusividad es imposible precisamente porque es la misma incompletud la que gobierna el campo político como una ideali­zación del futuro que motiva la expansión, la vinculación y la producción contínua de posiciones políticas de sujetos y significantes”[38].

Las luchas por la inclusión requieren de la reflexión sobre el significado cultural de la inclusión en cada contexto y momento  preciso de nuestra historia. Con esto, lo que pretendemos es rechazar que exista un “lugar” predeterminado para una política eman­cipatoria e insistir en la importancia de cuestionar ese supuesto lugar (BROWN, 1995). En los distintos casos aludidos en este  trabajo en clave de discursos de poder, las “in­clusiones” se reinscriben en el mismo mecanismo de sujeción que es premisa de su pro­pia exclusión. Brown señala de modo claro que si vemos a las medidas de gobierno como salvadoras de los grupos marginados, encubrimos su propio rol en la discrimina­ción.

Pero si el poder hegemónico crea la realidad en la que vivimos ¿qué margen de resisten­cia es posible? En este sentido autoras como Butler y Bordo ven cualquier tipo de re­sistencia desde “adentro” de un orden dominante. Es decir, tienen una visión del poder o de índices o semillas de transformación que pueden producirse en cualquier momento y lugar.  Pero, tal como señala Bordo la pregunta que Butler en Bodies That Matter (1993)  tiene indudable vigencia: ¿Cómo sabemos la diferencia entre el poder que promovemos y el poder al que nos oponemos? (BORDO, 1997, p. 188). Susan Hekman agrega dos preguntas más: si la resistencia a la norma es también una construcción cultural, ¿cómo puede ser eficiente como resistencia? y si los excluidos, los abjectos, son un producto discursivo de la ley del sexo como norma heterosexual hegemónica, ¿cómo puede el abjecto ser definido como un ámbito de resignificacion que desestabiliza lo hegemó­nico?, ¿cómo puede ser el lugar donde la disrupción ocurre? (BORDO, 1997, p. 188). Como respuesta, Bordo y Butler señalan que no podemos salirnos de la historia. El he­cho de que la resistencia pueda producirse dentro de un orden hegemónico no impide su posibilidad de tranformación. No podemos saber con certeza el resultado de nuestras acciones de resistencia, ya conscientes o inconscientes. En este sentido no parece desa­certada  la práctica de desmistificar y criticar un estado de cosas, ya individual como colectivamente a pesar de que no poseamos la certeza sobre los resultados. La tolerancia es una forma de poder que incluye a quienes solicitan inclusión sin cambiar la estructura fundamental de esa comunidad política.

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[1] Agracemos la lectura crítica y los aportes de Paulo Ravecca.

[2] Los teóricos políticos suelen debatir sobre los límites de la tolerancia, los problemas de la falta de reciprocidad entre individuos más o menos tolerantes, entre culturas y re­gímenes de gobierno, Hoy en día en derecho internacional, la tolerancia es uno de los bienes prometidos por la doctrina universal de los derechos humanos. Sobre el concepto de tolerancia ver, entre otros: ROIZ, 2008; THIEBAUT, 1999; CRUZ, 1998; HORTON & MENDUS, 1999; MENDUS, 1988; MENDUS & EDWARDS, 1987; WILLIAMS, 1985; HORTON & MENDUS, 1985; MENDUS & EDWARDS, 1985; MENDUS & EDWARDS, 1987.

[3] Muchos grupos se sienten excluidos de la ciudadanía “común” (mujeres, negros, indígenas, aborígenes, minorías étnicas, religiosas, de orientación sexual y otras), no sólo por su situación socio-económica sino también por su identidad socio-cultural (KYMLICKA & NORMAN, 1997; KYMLICKA & NORMAN, 2000).

[4] Walzer (1997) distingue la actitud de tolerar o la virtud de tolerar, de la práctica de la misma. En este trabajo sin embargo, siguiendo la propuesta de Wendy Brown distin­guimos entre la ética personal de tolerar, en el sentido de compromiso personal con di­cha práctica, del discurso político gubernamentalidad como práctica disciplinaria con­temporánea tanto de formación de sujetos ciudadanos como de organización del poder, y legitimización del estado (BROWN, 2006, p. 9).

[5] Los debates sobre la inclusión de minorías y mujeres han adquirido especial impor­tancia con la llegada de la izquierda al gobierno colocando en el debate público temas que antes no eran salientes en los gobiernos previos.

[6] Garzón Valdés (1992) diferencia entre tolerancia horizontal y tolerancia vertical, donde la primera puede o no incluir una relación asimétrica y la segunda siempre invo­lucra una asimetría en la relación. Sin embargo, este análisis del concepto de tolerancia es diferente al que realizamos en este trabajo, porque esta distinción toma a la tolerancia como una propiedad disposicional individual, como una actitud de tolerar y no como un discurso de poder que, de acuerdo al contexto histórico en que actúa, tendrá diferentes consecuencias sobre los sujetos a tolerar.

[7] Para Connolly (1995), el fundamentalismo es un imperativo general utilizado para afirmar una base singular para la autoridad; consiste en fundar la identidad y las lealta­des en una fuente incuestionable, lo que permite  definir temas políticos  apelando a Dios, a la moral, o a la naturaleza.

[8] Al naturalizar las diferencias, a las identidades se les atribuye un carácter fijo; las diferencias se toman como dadas y se elimina la posibilidad de ver los conflictos y las luchas de las que son producto y por las que las identidades bregan en los espacios pú­blicos con demandas de equidad.  Las identidades son productos históricos así como contextuales; al despolitizarlas, se las elimina en su calidad de producción permanente y como lugares de negociación. Por un lado, se fusionan las diferencias adscriptivas y las electivas; por otro, se fusionan las diferencias que refieren a posiciones desiguales en la sociedad que refieren a poder, prácticas diversas, etc. en una identidad, perdiendo de vista la diversidad que las constituye (GALEOTTI, 2006).

[9] La identidad vehiculiza también cuestiones de “clase”, y en los últimos años involu­cra debates en torno al reconocimiento (TAYLOR, 1992; FRASER, 1997).

[10] Los espacios de comunicación cibernéticos complejizan la trama de comunicacio­nes que se establece en el espacio público, multiplicando las formas políticas de interac­ción e intercambio (DEAN, 2001, p. 243-265).

[11] Obviamente, el golpe de Estado en Uruguay debe entenderse en el contexto de continua politización de las fuerzas armadas en la región. No asumimos que las causas del golpe obedecen solamente a factores internos y no es nuestra intención discutir este problema en el artículo.

[12] La no toma de decisión frente a determinados problemas es también una forma de pronunciamiento del Estado frente a estos problemas. En este caso el Estado recurre a una estrategia de privatización del problema.

[13] RESDAL, Atlas Comparativo de la Seguridad y la Defensa de América Latina, http://www.resdal.org/atlas/main-atlas.html, acceso 4 de agosto del 2011.

[14] Curiosamente, este decreto derogaba uno anterior del año 1988 firmado en el pri­mer gobierno de Julio María Sanguinetti que en uno de sus artículos establecía la impo­sibilidad de ingresar a las fuerzas armadas a todo aquel que tuviera “desviaciones mani­fiestas de la sexualidad” (decreto 864/988).

[15] La República edición digital (Uruguay), 15 de junio 2009.

[16] Se hace referencia a la ley de lucha contra el racismo, la xenofobia y la discrimina­ción aprobada en 2004. La ley establece como discriminación “toda distinción, exclu­sión, restricción, preferencia o ejercicio de violencia física y moral, basada en motivos de raza, color de piel, religión, origen nacional o étnico, discapacidad, aspecto estético, género, orientación e identidad sexual, que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los de­rechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública.” (Ley 17.817).

[17] El País edición digital (Uruguay), 19 de mayo 2009.

[18] El País edición digital (Uruguay), 15 de mayo 2009.

[19] La República edición digital (Uruguay), 15 de junio 2009.

[20] Obviamente, el sexismo y la discriminación en general no se desarrollan sólo en la institución militar. Lo específico de ésta es la exaltación de los valores sexistas como parte de su identidad, y es en este sentido problemática.

[21] Agradecemos ésta consideración a Paulo Ravecca.

[22] Redacción 180 www.180.com.uy , 22 de marzo 2009, 20 de abril 2009.

[23] Agencia AFP (Montevideo), 27 de marzo 2009.

[24] Ley 18.246, 27 de diciembre 2007.

[25] Además, este significado podría verse reforzado por la nueva ley de adopciones aprobada en diciembre del 2009, la cual –aunque este punto aún esta sujeto a un debate jurídico– podría permitir la adopción de las parejas amparadas en la ley de concubinato y por lo tanto incluiría a las parejas homosexuales (Ley 18.590, 18 de setiembre 2009).

[26] Para una buena discusión sobre el matrimonio del mismo sexo ver Warner, 2002, p. 259-289.

[27] Este es el octavo proyecto de ley de cuotas que se presenta en el Parlamento uru­guayo  desde 1988 hasta ahora y el segundo que llega a discutirse en Cámara.

[28] Ley Nº 18.476, 03 de abril 2009.

[29] El origen de la Bancada Bicameral se produce con la creación, en el año 2000, de la Bancada femenina de la Cámara de Diputados, un grupo conformado por legisladoras de los tres partidos más importantes del país, que trataban de impulsar para el Parla­mento la tarea política con una perspectiva de género. Entre sus primeras iniciativas está la creación de la Comisión de Género y Equidad, que permanece sólo en la Cámara de Diputados. A partir del 15 de febrero del año 2005, instalado el actual período legisla­tivo, Diputadas y Senadoras conforman la Bancada Bicameral Femenina.

[30] En el periodo legislativo 2005-2010, sólo el Partido Nacional y el Frente Amplio tienen mujeres ocupando cargos en el Parlamento. En las elecciones nacionales del año 2004, 14 candidatas fueron electas como titulares al Parlamento del Uruguay, tres de ellas al Senado, y once a la Cámara de Representantes. Once legisladoras fueron electas por el Frente Amplio y tres por el Partido Nacional. Ninguna mujer fue electa como titular por los otros dos partidos con representación parlamentaria –el Partido Colorado y el Partido Independiente.

[31] El proyecto de ley aprobado por la comisión parlamentaria no establecía la cuota para las elecciones internas y regía por dos períodos electorales nacionales y departa­mentales.

[32] Cámara de Senadores, 28 de mayo 2008.

[33] Cámara de Senadores, 28 de mayo 2008.

[34] Cámara de Senadores, 28 de mayo 2008.

[35] Informe del diputado Edgardo Ortuño a la Cámara de Diputados, 24 de marzo 2009.

[36] La retórica de la tolerancia tampoco alude a la “clase social”, porque esta diferen­cia no aparece como exhaustiva de la identidad de una persona.

[37] Otras diferencias como la raza, etnia, sexualidad, constituyen los sujetos de la dife­rencia que han de ser normativizados por la tolerancia.

[38] María Luisa Femenías cita a Judith Butler quien a su vez sigue a Chantal Mouffe (FEMENÍAS, 2006, p.64).

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